1.      Quetzalcoatl y Tlacaelel: La tensión cultural de los pueblos nahuas.

 

 

Cabe empezar, aunque sirva sólo como una forma de contextualización, por situar la poesía náhuatl dentro del espíritu general de la cultura que la produjo. Aunque existen al respecto interpretaciones que señalan una contradicción irresoluble entre las visiones del mundo de que eran herederos los pueblos del Altiplano Central de México, hay otras que pretenden armonizar ímpetus contrarios, si no en una misma rama cultural (entiéndase por esto los grupos mexica, tlatelolca, chalca, huexotzinca etc.), sí en el antagonismo ideológico (y a las veces bélico) que entre ellas existía.[1]

 

Dado que el presente trabajo no pretende ser histórico, basta para mis fines con una sumaria exposición de los orígenes y patrimonios de la civilización náhuatl, circunstancias ambas que habrían de dibujar posteriormente una particular postura ante la realidad, reflejada en las formas de discurso a las que aquélla dio lugar.

 

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Los pueblos nahuas que conocieron Cortés y los conquistadores -los mismos que nos legaron por medio de éstos los cantares que interesan al presente estudio- eran (o al menos se concebían como) herederos de una doble tradición. Por un lado, tenían memoria de tiempos muy antiguos en los que sus antecesores desembarcaron en algún lugar cercano a la boca del Pánuco[2] y comenzaron una migración que los llevaría al sitio donde más tarde se asentaría Teotihuacan. Ahí, sus dioses habían dado origen (en tiempos inmemoriales, “cuando aún era de noche”[3]) al Sol y la Luna que alumbran el mundo.

 

La civilización que se desarrolló en Teotihuacan -donde para León-Portilla[4] “tuvo lugar el máximo esplendor intelectual y material de las culturas antiguas del México central”-  veneraba por dios (único de acuerdo el Códice Matritense de la Real Academia de la Historia f.176r) a Quetzalcoatl, deidad amiga de los sacrificios incruentos. Después de la ruina de Teotihuacan, Tollan o Tula, tomó el relevo en la conservación de la cultura teotihuacana gracias a muchos habitantes de esa ciudad que migraron a la segunda, llevando consigo altísimas y elaboradas formas civilizatorias. En Tollan, los sucesores de quienes habían llegado por mar trabaron relación con los pueblos nómadas del Norte -conocidos con el término genérico de chichimecas- a los cuales asimilaron instruyéndolos en la sabiduría de la primera ciudad del Altiplano.

 

Los toltecas conservaron el culto al dios Quetzalcoatl y uno de sus sacerdotes (homónimo), quien también cumplía funciones de gobierno, se convirtió en el guía espiritual y moral de la civilización. Tan grande parece que fue la obra de este personaje (Ce-Acatl, Uno Caña por su nombre calendárico) que pronto fueron mitificadas sus hazañas. En un testimonio alusivo, recogido en los Anales de Cuauhtitlan, folio 4[5], se habla de cómo ese Quetzalcoatl creía en un Dios sustentador del mundo que en el interior del cielo, en Omeyocan -Lugar de la Dualidad- habitaba.

 

Pero el héroe deseaba partir (probablemente para huir de una persecución político-religiosa en su contra encabezada por Huemac, partidario de los ritos sangrientos) hacia Tlapalan, tierra del color rojo. Algunos de sus gobernados lo siguieron hasta el mar para dispersarse después por los Valles de México y Puebla, lugares donde formaron nuevas ciudades que perpetuaron las tradiciones y cultura tolteca-teotihuacana en la cual habían sido formados sus habitantes[6].

 

Notamos, pues, que ya en el crisol teotihuacano-chichimeca de la Tollan de Quetzalcoatl existía una visión encontrada respecto a la forma de dar culto a Dios pues mientras unos (seguidores del mencionado Uno Caña y legatarios de Teotihuacan) “adoraban, hacían su dios a algo que está en el interior del cielo (ca ilhuicatl iitic in tlatlatlautiaya in moteotiaya auh in quinotzaya)[7], otros, más cercanos a la religión guerrera de los nómadas, preferían los sacrificios humanos que siempre aborreció el primero.

 

La tensión habría de persistir, casi sin variantes, en los pueblos propiamente nahuas del Altiplano. Por un lado, los primeros en asentarse (todos, excepto los mexicas o aztecas) se mantuvieron cercanos al espíritu de la Toltecayotl, de la Toltequidad que pasó a ser entre esas gentes sinónimo de refinamiento, cultura y sabiduría. Eran ellos los legítimos hijos de las doctrinas preconizadas por Ce-Acalt y su Dios Quetzalcoatl. Los últimos, -los aztecas que habrían de fundar Mexico-, quienes quizá no emigraron con el sacerdote sino que abandonaron Tula en época posterior, permanecieron más fieles a la religión chichimeca y a sus númenes solares -además de en un plano meramente ideológico- en la inclinación que mostraron por las armas y en su carácter aguerrido[8] , lo cual pronto les valió pasar de ser súbditos de los otros pueblos a convertirse en la ciudad hegemónica no sólo de la Meseta Central sino de un “imperio” que llegaba hasta el Océano.

 

Una vez emancipados y victoriosos, los aztecas impusieron a los vencidos el culto al dios solar Huitzilopochtli, necesitado de sangre humana para continuar su marcha. En la imposición de esa adoración mucho tuvo que ver el caudillo Tlacaelel, verdadero poder detrás de los reyes mexicas por influjo del cual el ethos de ese pueblo se orientó definitivamente al rigor y la disciplina[9]. No obstante, el contacto con las civilizaciones “toltequizadas” les hizo recordar a los aztecas la antigua familiaridad con la cultura teotihuacana aprendida en Tula y pronto buscaron agregar también a su espíritu guerrero el gusto por la belleza y exquisitez de la Toltecayotl. Decíanse así chichimecas tanto como toltecas cuando querían significar de alguna forma su grandeza y larga prosapia, fuera para alabarse o para justificar su actual poder en la herencia pretérita.

 

Como huella de esta polémica entre dos tendencias -sobre cuyo antagonismo real, si es que lo hay,  prefiero no pronunciarme en este escrito- es que podría concebirse entonces la creación de cantos guerreros, conocidos como yaocuicatl: refinadas y cultas alabanzas a lo que procura víctimas para el sacrificio humano; el modo chichimeca (Chichimecayotl) revestido con los finos ropajes de la Toltequidad.

 

Los cantos de guerra, también llamados de águilas (cuauhcuicatl) o de los principales (teuccuicatl)[10], no eran, sin embargo, los únicos que ocupaban a los cuicapique o cantores nahuas. De hecho, y puesto que según León-Portilla  al lado de los aztecas coexistieron otros señoríos igualmente de lengua y cultura náhuatl, en los que había hombres empeñados en hacer resurgir [después de la imposición azteca del dios Huitzilopochtli y su culto de sacrificio] la antigua visión espiritualista (...) la que pudiera llamarse visión del mundo de Quetzalcóatl (...)”[11] , necesariamente los cantos refinados, producto de la Toltecayotl, versaron también sobre temas profundos y de cierta importancia “filosófica”.

 

Como apunta Garibay, en las dos mayores colecciones de poesía náhuatl (los Cantares Mexicanos del Ms.BN y los RSNE) encontramos asuntos como: “Suma trascendencia de la divinidad, inanidad y efímera existencia del hombre, brevedad de la vida y su absoluta vaciedad [sic] (...)”[12] además del ya tratado de la guerra y su función propiciatoria de la permanencia del mundo.

 

Estas divisiones temáticas, que podríamos considerar “géneros” poéticos, originan la clasificación hoy canónica de la poesía de los pueblos nahuas en (aparte de las dichas) xochicuicatl - xopancuicatl, (cantos de flores o de verdor), icnocuicatl (o cantos de privación o angustia) y los menos conservados –y en consecuencia peor estudiados- de teocuicatl (cantos divinos) y cuecuechcuicatl (de cosquilleo o picarescos)

 

Es sobre todo en los primeros dos, los floridos y los de privación, en los que habré de detenerme para examinar si -en cuanto formas del lenguaje literario- nos resultan más comprensibles por virtud del concepto de Dios que la cultura náhuatl (o al menos parte de ella) desarrolló en su pensamiento. En algunos xochicuicatl e icnocuicatl  habré de descubrir un modo de hablar de el Dios Dual; esto es, hallaré una forma de discurso que sobre él reflexiona pero también -quizá- la materialización de su propia palabra no en el sentido judeocristiano sino entendido esto más bien como la manifestación del Doble Principio en la concreción de las ambigüedades internas de la Flor y el Canto.

 

Para eso, empero, habré de analizar antes el concepto tolteca-náhuatl de la divinidad y caracterizar someramente los atributos de él que se hayan mencionados en los textos. A ello está dedicado el parágrafo siguiente.

 

 

 

        

 



[1] Sobre el particular vid. de Miguel León- Portilla Los Antiguos Mexicanos a través de sus crónicas y cantares, especialmente los capítulos III y IV. Lo que expongo en este apartado se basa casi por completo en lo ahí dicho.

[2] Cf. Los informes recogidos por Sahagún en el Códice Matritense de la RAH f. 191, citado por León Portilla en op.cit. p. 24.

[3] F 180. Citado en id. p.25

[4]  Id. p.29.

[5]  Citado en id. p. 36 y en La Filosofía Náhuatl, del mismo autor, pp. 90 y 331.

[6]  Cf. el Códice Matritense, f. 180 r. y v. Citado por León- Portilla en  Los Antiguos mexicanos. pp. 37 y 38.

[7]  Anales de Cuauhtitlan . loc. cit apud 5.

[8]  Cf. León-Portilla. op. cit. pp. 75 y 76

[9] Especialmente reveladoras resultan al respecto las Relaciones de Chimalpahin. León Portilla, en op.cit. pp. 47 y 48 da su versión sobre la traducción francesa de R. Siméon:  “Ninguno tan valeroso como el primero ,el más grande, el honrado en el reino, el gran capitán de la guerra, el muy valeroso Tlacaélel, como se verá en los Anales. Fue él también quien supo hacer de Huitzilopochtli el dios de los Mexicas, persuadiéndolos de ello.”

[10] Esta clasificación es avalada por Garibay y su escuela en diversos lugares, p.e., la Introducción General a su edición del Ms. de la Biblioteca Nacional (Poesía Náhuatl I, p. xi y ss.) y la primera parte de su Historia de la Literatura Náhuatl (pp. 86-90) Hay en otros estudiosos (Segala en el Cap. V de su Literatura Náhuatl) la tendencia a pensar que esas divisiones –mantenidas por el autor anónimo de la antología de Cantares Mexicanos en dicho Ms., f.16v- quizá tengan un origen postcortesiano. Para insinuarlo aducen la falta de esa mención en los testimonios recopilados por Sahagún y la dificultad para agrupar en alguno de esos géneros ciertas composiciones que parecen ocupar estratos intermedios.

[11]  Id. p.48

[12] Introducción a los RSNE en Poesía Náhuatl I, xxxv.